Rafa García con la mirada más allá de nuestras narices. No todo son elecciones españolas. No todo es Europa.
Que Ortega repetirá en el poder puede resultar, a estas alturas, un anuncio irrelevante. Lo que adquiere importancia es de qué forma lo hará. Estos dos asuntos merecen una explicación. Que Ortega siga o no poco cambiaría la faz trágica de un país que aún respira por sus heridas: las que le infligió Somoza, las del terremoto de Managua, las de la corrupción presidencial… Una respiración y un latido agónico, ya que la sangría histórica parece ser un asunto genético en el que apenas influyen procesos revolucionarios como el de 1979, o momentos de esplendor democrático, como la victoria de Doña Violeta de Chamorro en la primera convocatoria electoral verdadera tras el triunfo revolucionario.
Lo importante es que, en el curso de un gran movimiento de cambio en la América de habla hispana, Nicaragua elegirá el proyecto caudillista que tan bien representa Chávez en Venezuela, y que una vez más desaprovechará la oportunidad de sumarse a la modernidad para, mediante una reconstrucción profunda del país en la forma y en el fondo, situarse en el contexto de un nuevo siglo junto a los llamados países emergentes que pronto liderarán el mundo posterior a la crisis de Lehman Brothers.
La cuestión no está en esa sutileza de respetar la voluntad popular. Sutileza que no tiene que ver con nosotros, que escribimos o con ustedes, que leen. Tiene que ver con la terrible dirección dictatorial que ha emprendido el gobierno de Ortega y de su señora – tan distinta y distante del auténtico significado de voluntad popular-, modificando la constitución para instalarse en el poder contra la tradición, la costumbre y el derecho, persiguiendo a la disidencia, ahogando la voz de la oposición, silenciando la libre expresión y la cultura, comprando votos, organizando pandillas de salteadores, aprovechando las debilidades de Alemán, impregnado de corrupción tanto como de grasa alimenticia, para pactar un acuerdo de convivencia y connivencia en un entorno de estafa, fraude y hurto de la libertad.
Ortega, un personaje menor, en la prolija lista de nombres y apellidos de relieve que ha dado la república centroamericana, no ha tenido inconveniente en degustar la piñata, compartirla con secuaces de impresentable categoría y hasta de conducir a la Iglesia Católica, tan comprometida en su día con la conquista de las libertades, a un túnel sin luz, mediante el engaño de sus guiños antiabortistas.
Convertido en unos personajes repugnantes, intelectual y moralmente hablando, Ortega y su señora, pisotearan nuevamente las calles de Nicaragua con su vanidosa aureola de poder: la que ellos mismos han comprado sin pudor y que exhiben como si fuera el producto de un esfuerzo ético, una conquista social, o un empeño moral por representar a los nicaragüenses.
Una mala noticia."
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