Algún día, cuando recupere el humor y las ganas de enlazar palabras inteligibles más allá de mí, tengo que escribir sobre lo difícil que resulta empatizar con el escalón que nos queda por debajo.
Mientras tanto, es reconfortante ver cómo sigue habiendo personas como Olga Moragas, capaces de ver como única cada una de las historias en las que trabajan. Gracias por no insensibilizarse. Y gracias, como siempre a Rafa García por transformarlo en palabras.
Mientras tanto, es reconfortante ver cómo sigue habiendo personas como Olga Moragas, capaces de ver como única cada una de las historias en las que trabajan. Gracias por no insensibilizarse. Y gracias, como siempre a Rafa García por transformarlo en palabras.
Al fondo del abismo hay luces de neón. La ciudad se despereza cada mañana sin prometer un día igual de pródigo para todos. La urbe, el centro y sus barrios, acogen, ya lo sabemos, miles de historias individuales que se cuentan siempre con la marca de un hecho colectivo.
Pero no lo es. La ciudad es un cúmulo, una suma, un contenedor que repite diariamente historias que son de cada uno, propias, irrepetibles. Se encadenan y dan un resultado. Pero cada una es única, porque los dramas y las alegrías solo se representan con el perfil de quien los vive. No podemos hacer una foto de los sentimientos ni dibujar un mapa de los sufrimientos porque cada uno está en un universo indescifrable para el que no lo vive en primera persona.
Por eso la crisis es difícil de entender en todo lo que es cuando sólo se ven los números de las estadísticas o se leen los partes diarios que informan del avance de la recesión o nos cuentan el precio de la prima de riesgo. No se entiende nada más que como hecho desesperanzador para una situación colectiva. Pero nada nos dice del drama personificado, de la angustia, del miedo, del dolor e, incluso, de la vergüenza de ver en el abismo las luces de neón que la ciudad enciende, cada día, como si tal cosa, ajena a todo ese caudal de sensaciones amargas que atenazan a cada una de las víctimas palpables de los grandes datos intangibles.
Mi vieja y querida amiga Olga Moragas trabaja en unos servicios sociales, da igual dónde, y lanza un mensaje en medio de la marea de informaciones sobre tales o cuales problemas colectivos en el que habla de los problemas individuales, del padecimiento de este o aquel caso y cuenta lo que padecen los seres más indefensos y castigados por el deterioro de la economía real.
Y tiene razón. Habla de los ancianos, de las personas que cuentan sus ingresos y distribuyen céntimo a céntimo sus recursos para sobrevivir en medio de la jungla de gastos. Dice Olga: “Muchos llevan una vida aparentemente normal de cara a la galería, pero van a los servicios sociales porque les van a cortar el agua, la luz…, porque no pueden pagarla, incluso acaban admitiendo que pasan hambre. En ocasiones van a barrios lejanos al suyo, donde no los conozcan, para rebuscar en los contenedores de basura algo que llevarse a la boca. Y ya no digamos de los anónimos, esos necesitados desconocidos que hasta ahora iban viviendo con lo justo, sin lujos después de una vida dedicada al trabajo, que soportan su vida en silencio porque les da vergüenza pedir ayuda...”
Creo que la elocuencia de sus palabras sobra para definir el tenebroso mundo que no somos capaces de adivinar en cada uno de los rostros con que nos cruzamos cada día, cuando vamos al trabajo, cuando salimos con los amigos, cuando ejercemos el privilegio de vivir disfrutando de las luces de neón, de la ciudad, de la vida, ausentes del verdadero alma de la ciudad, que está oculta tras el muro de silencio que nos negamos a ver. Y a sentir.
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